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  Hollywood Station

  Joseph Wambaugh

  Bajo la atenta mirada del sargento de policía apodado el Oráculo, los agentes de «la comisaría Hollywood» se enfrentan con su rutina habitual. Entre días en los coches de patrulla y noches en las entrañas de una ciudad que nunca duerme, este grupo de policías ve la urbe del glamour en su cruda realidad y, a medida que pasan por tugurios de drogas y sucias esquinas, una serie de acontecimientos sin relación aparente los lleva al caso más sorprendente sucedido en «Hollywood Station» en los últimos años, y les recuerda que en Los Ángeles el horror y el extremismo no tienen límite.

  Joseph Wambaugh

  Hollywood Station

  Hollywood I

  Homenaje a Joe

  La deuda de los escritores aumenta con el tiempo. Estableces los orígenes de tu oficio. Miras atrás. Reflejas tus lecturas, asimilados tema y estilo, los grandes pesares que te hicieron prometer restitución en papel. Los escritores de crímenes se ponen nostálgicos con el morbo de la cámara de gas y la psicopatía sexual. La madurez obliga a fijar momentos señalados. Vuelves a matricularte en educación criminal.

  La mía fue más callejera que la de la mayoría, y pueril a la larga. Fue de puta pena, como estilo de vida. Fue caprichos idiotas. Fue leer libros, leer libros, leer libros.

  Los libros eran estrictamente policíacos. Transformaban mi mortificada infancia. Me suministraban transfusiones narrativas. Daban realce y erotismo a mi mundo. Los escritores aparecían y desaparecían. Algunos convirtieron el escapismo en estudio casi formal. Un hombre sirvió de pauta moral y maestro nunca igualado. Esto es para él.

  Otoño del setenta y tres. Tenía veinticinco años. Me pateaba L.A. desenfrenadamente, con cautela. Tenía una pinta grotesca. Medía metro noventa y pesaba sesenta y tres. Tenía el torso en pura pústula. Me alimentaba de fiambre en conserva que robaba, comida rápida que no pagaba, vino Thunderbird y drogas. Dormía en un contenedor de Goodwill [1] detrás de un súper Mayfair. Me quedaba estrecho. Un revoltijo de ropa me proporcionaba calor y la mínima comodidad. Vivía al oeste de los bajos fondos y los campamentos generales de perros callejeros. Llevaba encima una navaja de afeitar y me afeitaba en las gasolineras con jabón en polvo del lavabo. Minimizaba la suciedad visible y el mal olor rodándome con las mangueras de los jardines. Vendía mi plasma sanguíneo por cinco dólares la sesión. Vagaba por L.A. De vez en cuando me dejaba caer una temporada por la cárcel del condado. Mangaba revistas guairas y me hacía pajas en el contenedor de Goodwill de mi propiedad.

  Era un misántropo menor con una misión. La misión era LEER. Leía en bibliotecas públicas y en mi contenedor. Leía exclusivamente libros policíacos. Hacía quince años que había entrado en vigor el mandato del estudio del crimen. Mi madre fue asesinada en junio del cincuenta y ocho. Fue un caso sexual sin resolver. Tenía entonces diez años. La muerte de mi madre no me supuso trauma infantil al uso. Odiaba y deseaba a esa mujer. El asesinato fue instilándose en mi currículo mental y me invitaba a una obsesión a jornada completa. La asignatura de estudio era el CRIMEN.

  Otoño del setenta y tres. Días cálidos empañados por la contaminación. Noches de calambres en el contenedor de Goodwill.

  Joseph Wambaugh publicó un libro nuevo. Se titulaba El campo de cebollas. Fue la primera incursión de Wambaugh en la no ficción. Dos rufianes raptan a dos hombres del LAPD. A partir de ahí las cosas se ponen feas. Leí un extracto de prepublicación en una revista. Me quedé medio traspuesto en medio de la biblioteca Hollywood. El extracto era breve. Me dio con la puerta en las narices y me quedé con ganas de más. Se acercaba la fecha de publicación. Dos visitas al banco de sangre me cubrirían el PVP del libro y me quedaría algo para bebida. Vendí el plasma. Me dieron la pasta. Me fundí la susodicha en vinacho T-bird, tabaco y perros calientes. Rabiaba por leer ese libro. Necesidades encontradas y más imperiosas me lo impedían. Todo era contrariedad. La contradicción se apoderó de mí. Las compulsiones químicas de supervivencia luchaban contra la necesidad superior de la lectura. Me coloqué y me fui a Hollywood a dedo. Entré en la librería Pickwick. Me saqué los faldones de la camisa y aproveché mi delgada fisonomía. Me metí un ejemplar de El campo de cebollas en los pantalones y salí por piernas.

  El destino intercedió… en forma del LAPD.

  Llegué a la página 80, más o menos. Lecturas diurnas en bancos públicos, lecturas nocturnas en el contenedor. Conocí a los dos polis secuestrados y me cayeron bien. Ian Campbell: condenado a morir joven. Un gaitero americanoescocés. Espabilado, un poco tristón. Desplazado en el cincuenta y ocho a L.A. ¿Me hago policía? Por qué no. Ser respetado, rozar el lado salvaje, embolsarse cinco de los grandes al mes. Karl Hettinger: compañero de Campbell. Ingenio cáustico, cinismo aparente, nervios de punta por dentro. Gregory Powell y Jimmy Smith: un tándem como sal y pimienta. Están en libertad condicional. Powell, el blanco, es el perro alfa. Es un pervertido total, delgado, cuellilargo. Smith, el negro, es la bomba. Hace de perrito faldero y de paso se tira a la zorra de Powell. Han salido a atracar licorerías. Campbell y Hettinger cubren la ronda nocturna. Se produce el choque entre los cuatro hombres. El destino manda. Todo se tuerce que te cagas.

  «Toe, toe», porrazos en la puerta de mi contenedor de Goodwill.

  Son los agentes Dukeshearer y McCabe, LAPD, distrito de Wilshire. No es la primera vez que me trincan. Esta vez no es más que una redada rutinaria de borrachos. Alguien me vio entrar en el contenedor y avisó a la pasma. Dukeshearer y McCabe me tratan con la amabilidad expansiva que la poli dispensa a los patéticos. Ven el ejemplar de El campo de cebollas y alaban mis preferencias lectoras. Voy a la comisaría de Wilshire. Desaparece el ejemplar número 1 de El campo de cebollas.

  Por la mañana me procesaron. Me declaré culpable. El juez dictaminó que la condena estaba cumplida. Eso no significó que me soltaran al momento. Significó ingreso en la prisión del condado y puesta en libertad desde allí.

  El ingreso duró dieciséis horas. Registro de cavidades, rayos equis del pecho, análisis de sangre, despioje. Exposición intensiva a diversas variedades canallescas autóctonas de L.A.: todos me ganaban en machismo y panaché. Una drag queen mexicana, de nombre Peaches, me apretó la rodilla. Le metí un puñetazo en la jeta al puto cabrón. Peaches cayó al suelo, se levantó y me hinchó a hostias. Dos ayudantes del sheriff atajaron la trifulca. Les hizo gracia. Algunos internos aplaudieron a Peaches. Unos cuantos me abuchearon.

  Quería volver a mi contenedor. Quería volver a la Hora del Crimen. Quería irme con Ian, Karl y los asesinos.

  En veinte horas acabé el proceso de entrada y salida de la cárcel. La Hora de Crimen se convirtió en la Hora Wambaugh. Robé una pinta de vodka, me coloqué y fui andando a Hollywood. Entré en la librería Pickwick y robé el ejemplar número 2 de El campo de cebollas. Leí unas páginas en el banco y entré en el contenedor al anochecer. Llegué a la página 150, más o menos.

  «Toe, toe», porrazos en la puerta de mi contenedor de Goodwill.

  Son los agentes Dukeshearer y McCabe, LAPD (distrito de Wilshire). Chaval, te metiste en el contenedor, te vieron. Dios, estás leyendo otra vez ese libro de Wambaugh.

  El mismo proceso. La misma redada rutinaria de borrachos. El mismo juez. La misma condena cumplida. El mismo ingreso y libertad, veinte horas más, bien cumplidas.

  Vejatorio. Agotador. Vuelta a cagarla hasta el fondo. Definición de lunático: el que hace la misma majadería una y otra vez y espera resultados distintos.

  Quería volver al libro. Me había colgado de la Hora Wambaugh y me comían los remordimientos infligidos por Wambaugh.

  Eres escocés como Ian Campbell. Pero: no sabes tocar la gaita porque para eso hace falta disciplina y práctica. Y: eres patizambo y tienes las piernas huesudas, estarías ridículo con el kilt ances
tral.

  Ya, pero no eres escoria como Powell y Smith. No, pero sobrevives robando. Ya, pero no eres despiadado. No, pero no tienes agallas para atracar licorerías. Un peso gallo marica te hinchó a hostias.

  Hora Wambaugh. Remordimientos infligidos por Wambaugh. ¿Aprendes algo? ¿Cambias el rumbo?… No, todavía no.

  Salí de la cárcel. Robé una pinta de vodka, me coloqué y fui andando a Hollywood. Entré en la librería Pickwick y robé el ejemplar número 3 de El campo de cebollas. Esta vez llegué a la página 250, más o menos.

  «Tunda, tunda», porrazos en las piernas.

  Son dos polis nuevos, del LAPD (distrito de Wilshire). Vuelta a lo mismo, prácticamente.

  Pierdo el ejemplar número 3. Voy a la comisaría de Wilshire. Voy al juzgado y veo al mismo juez. Está harto de mi teatro. Le ofende mi jeta de andrajoso. Me da a elegir: seis meses en una cárcel del condado o tres en la misión Harbor Light del Ejército de Salvación. Sopeso las opciones. Opto por los himnos en los bajos fondos.

  El programa era sencillo y se cumplía con rigidez. Se toma la droga Antabuse. Se supone que impide la ingesta de alcohol. Si privas, te pones malo con todas las de la ley. Se comparte habitación con otro borracho. Se asiste a los servicios religiosos, se da de comer a los vagabundos y se reparten folletos de Jesús por todos los bajos fondos.

  Lo hice. Tomé Antabuse, me aguanté el síndrome de abstinencia y no bebí. Dormía fatal. No paraba de montarme películas sobre el final de El campo de cebollas. Compartía una habitación con un ex sacerdote borrachín. Dejó la iglesia para vagabundear, beber y perseguir chuminos. Era un gran lector. Despreció mi currículo de libros policíacos en exclusiva. Lo mismo le daba Joseph Wambaugh que Jesús o Rin Tin Tin. Intenté explicarle lo que significaba Wambaugh. Los pensamientos se me desparramaron, descoyuntados. La verdad es que no me aclaraba.

  El banco de sangre estaba a tres manzanas de la misión. Dos ventas de plasma me proporcionaron dinero para el libro. Fui andando a una librería del centro. Compré el ejemplar número 4 de El campo de cebollas y lo leí entero.

  Ian muere. Karl sobrevive, destrozado. Jimmy y Greg se aprovechan de los vericuetos del sistema legal y se libran del justo destino de morir. Indignación de Wambaugh. Terrible compasión de Wambaugh. Su mensaje de esperanza al final claramente definido, suavemente enmudecido.

  El libro me conmovió, me asustó y me recriminó la vida irresponsable que llevaba. El libro me sacó indirectamente de mí y me hizo mirar a la gente en atento silencio.

  Me largué de la misión temprano. Quería vagabundear, leer y beber. Dejé el Antabuse y me reintoxiqué. Me encontré con un viejo amigo del instituto. Tenía un plan delictivo de poca monta, de los «es perfecto, no te lo pierdas».

  Vivía al sur de Melrose, justo enfrente del restaurante Nickodelle. El bar estaba a rebosar de borrachos pudientes. Yo asaltaría a los borrachos en el aparcamiento y los dejaría fuera de combate. Cruzaría Melrose de una carrera y llegaría a su casa en dieciséis segundos clavados.

  Me negué. No se levanta la mano a otro ser humano gratuitamente. Eso no lo aprendí de pequeño con los luteranos. Con Joseph Wambaugh, sí.

  Lo mío con los libros venía de tiempo atrás. Mi viejo me enseñó a leer a los tres años y medio. Me desarrollé como autodidacta, el clásico hijo único e hijo del divorcio.

  Mi primer amor fueron los cuentos de animales. Esa fase lectora se agotó pronto. Sentía por los animales un amor desgarradoramente tierno y casi obsesivo. En los libros, los animales sufrían crueldades y morían. No podía soportarlo. Me pasé a cuentos del mar. Me enrollaron la vastedad del mar y la nomenclatura especializada de los barcos. Esa fase lectora me quemó cuando me enfangué en una edición íntegra de Moby Dick.

  Las palabras y las expresiones me desconcertaban. El argumento era difícil de entender. Me zampé una buena parte del texto y me puse del lado de Moby. El capitán Ahab, que se jodiera. Era un soplapollas psicópata con pata de palo. Estaba fastidiando a Moby y quería clavarle arpones en el culo. La historia se hizo pesada. El viejo acabó de leerla en mi lugar. Dijo que el final era esquizo. Moby embistió contra el barco y sólo sobrevivió un tío. Moby se largó con algunos arpones clavados.

  Adieu, cuentos del mar. Ahora, novelas del Oeste para críos. Transporte de reses, peleas con revólveres, emboscadas pieles rojas. Esa fase lectora coincidió con una cosecha récord de producción televisiva del Oeste. Gunsmoke, The Restless Gun, Wagon Train. Justicia fronteriza y chicas de saloon enseñando escote. Ésa fue mi fijación lectora hasta que el destino dio un redoble de tambor, el 22 de junio de 1958.

  Ahora está muerta. Geneva Hilliker Ellroy, cuarenta y tres años, campesina de Wisconsin. Es mi madre. Una borracha. Enfermera titulada: el arquetipo sexy de profesión femenina. Es una pelirroja guapííísssima, tiene madera de cine noir, es el arquetipo de mujer de mi sexualidad infantil.

  Ella me entregó en matrimonio al CRIMEN. Instantáneamente, mi interés lector se centró ahí. Me fui a vivir con mi viejo. Él atendía a mi nueva fase lectora trayéndome dos libros policíacos para críos a la semana. Los engullía, empecé a mangar libros para rellenar huecos de lectura y agoté enseguida el repertorio de publicaciones policíacas para críos. Me gradué en Mickey Spillane y psicosis de la Guerra Fría. El crimen era sexo, el sexo era crimen, crimen y sexo de ficción componían un diálogo sublimatorio sobre mi odiada y deseada madre. El viejo me trajo The Badge, el libro de Jack Webb. Elogiaba al LAPD y contaba con detalle los casos más notorios. Joe Wambaugh ingresó en el LAPD al año siguiente. Era un poli bisoño con título de Inglés. Faltaban diez años para su apoteosis como escritor.

  El crimen. La pelirroja y yo. Faltaban años todavía para mi encuentro con Wambaugh.

  La muerte de mi madre me corrompió la imaginación. Veía crímenes en todas partes. No eran incidentes sueltos predestinados a una solución y adjudicación finales. El crimen era la constante circunstancial. Era todo el día, todos los días. Las ramificaciones llegaban al día 12 del mes de nunca. Así ven el crimen los policías. Yo no lo sabía, entonces.

  Mi métier era el noir para críos. Verano del cincuenta y nueve. El doctor Bernard Finch y Carole Tregoff dan una paliza a la mujer de Bernie por la pasta. Bernie tiene los cuarenta cumplidos. Carole, diecinueve, pechugona y piernas largas. Es pelirroja. ¿Pelirrojas y asesinato? En eso estoy. Mayo del sesenta. Caryl Chessman come gas en San Quintín. Se aplica la ley Little Linderbergh: secuestro con agresión sexual. La noir para críos se arrellanaba en la constelación de un mundo dual. El mundo exterior era el supuestamente real. Significaba vida hogareña y el currículo escolar obligatorio. El mundo interior era el CRIMEN. Eso significaba libros policíacos, películas policíacas y programas televisivos policíacos. Cada cápsula dramática ofrece una solución limpia. Sé que es mentira. La superabundancia de libros y películas policíacos no significa el cese del crimen en ningún caso. Joe Wambaugh ya es un poli novato. Lo sabe mejor que yo.

  Abril del sesenta y uno. El violinista de country Spade Cooley está de mierda hasta el cuello. Se ha colgado de la benzedrina. Su mujer quiere entrar en el culto al amor libre. Spade la mata de una paliza. Ella-Mae Cooley prometía fama a fuego lento. Tenía la misma expresión de cordero degollado que se le ponía a mi madre con tres whiskys. Joe Wambaugh ha cumplido veinticuatro. Trabaja en el distrito universitario. Allí todo son negros y disturbios. Siempre hay agitación entre los nativos. Juegos de dados en el aparcamiento. Garitos de transformación del cabello. Aspirantes a Sonny Listón luciendo chatos sombreros pork pie. El turno de noche se mueve al ritmo del tam-tam.

  El mundo interior crea un hábito maligno. Ganchos de apuestas hípicas, púgiles sonados, vendedores de helados con tinglados de violación de críos. Invierno del sesenta y dos. Mi viejo me lleva a los aparthoteles Algiers. Dice que es «un burdel». Las putas trabajan en las habitaciones. Dice que es «un picadero de mala muerte». Allí van tíos casados a echar la siesta con su secretaria. Cuelgo las clases, vigilo el Algiers. Cada mujer que entra es una sirena, una tentadora, un s�
�cubo de cine noir. Verano del sesenta y dos. Temporada de compra de ropa para el colegio. El viejo me lleva al May Company de Wilshire. La naturaleza me llama. Me muevo al retrete de hombres a aliviarme. En una pared hay un agujero grande. No sé para qué. Lo descubro a toda leche.

  Una loca mete la polla por el agujero y la menea apuntándome. Grito, agarro los pantalones y me abro. A mi viejo le da tanta risa como horror. Joe Wambaugh está en antivicio en Wilshire un año después. El «Agujero de la Gloria» de May Company es un Palo Mayor de Locas, un Hito de Locas, una Olla de Locas. Años más tarde describe una redada de locas en Los chicos del coro.

  Marzo del sesenta y tres. Año del asesinato en el campo de cebollas. Mi radar no lo captó entonces. Joe Wambaugh trabaja en Wilshire. Se obsesiona.

  El crimen me llevó por la calle del deterioro escolar y el deterioro de la salud de mi viejo. Leía libros de crímenes, veía películas de crímenes, me montaba fantasías de crímenes. Descuidé los estudios. Perseguía en bicicleta a las chicas del vecindario. Espiaba por las ventanas con nocturnidad y vacilaba con mujeres descarriadas. Vagaba por L.A. Mangaba libros. Me colaba en el cine a ver películas de crímenes. Me convertí en un gran gorrón-ratero adolescente, venao, podrido de acné y moralmente deforme. Iba como loco por conseguir estremecimientos mentales y estimulación sexual. Birlaba revistas guairas. Acechaba. Babeaba. Me piraba las clases. Daba avisos de bomba a otros colegios. Robaba cascos en los almacenes de los supermercados locales. Me echaron del instituto. Me alisté en el ejército. El viejo murió. Fingí una crisis nerviosa y me licenciaron. Volví a L.A. Verano del sesenta y cinco. Encontré casa en mi antiguo barrio y un currillo de repartir folletos. Tenía diecisiete años, era libre y blanco. Me figuraba que pronto me convertiría en un gran escritor. La lógica exige que antes se escriba algún gran libro. Ese detalle se me escapaba.