Hollywood Station Page 2
Empecé a beber, a fumar hierba y a tomar anfetaminas. El índice de estimulación se me disparó exponencial mente. Vagaba por L.A. Mangaba. Me trincaron en un súper y me mandaron al reformatorio de Georgia Street. Julio del sesenta y cinco. Joe Wambaugh trabajaba allí, entonces. Puede que me cruzara con mi maestro nunca igualado.
El padre de un amigo me pagó la fianza. Me soltaron un discurso y la condicional sumaria. El día en la cárcel me dio miedo y me enseñó justo esto: a robar con más cuidado.
Así lo hice. Funcionó. Mangué comida, bebida, libros y tiré, impasible. Ya es agosto del sesenta y cinco. Estallan los disturbios de Watts. Ellroy, de moral ejemplar, se escandaliza, se enfurece, se siente horrorizado y racialmente amenazado.
La cosa está muuuy negra en Negrolania. Percibo influencias comunistas. Me da vértigo, me sulfuro con toda la razón. Esto supera libros, películas y programas televisivos de crímenes. Nefando Apocalipsis Negro. Saqueo salvaje de mi ciudad. Los disturbios de Watts: ¡¡¡qué descontrol, joder!!!
Me junté con unos colegas. Nos armamos de escopetas de aire comprimido. Éramos admiradores de Mickey Spillane y rigurosamente antirrojos. ¿Qué habría hecho Mike Hammer? Actuar, joder.
Nos colocamos de hierba y T-bird. Cogimos el coche al anochecer, en dirección sur. L.A. se encogía bajo el toque de queda. Lo violamos. Teníamos pocas armas pero mucho coraje. Se veía humo por el sur. Encontramos problemas en Venice con Western.
Nos pararon dos polis blancos. Contabilizaron el arsenal y se descojonaron de risa. Nos dijeron que nos fuéramos a casa a ver la tele. Largo… o avisamos a vuestros padres.
Obedecimos. Nos colocamos más y vimos las noticias. Joe Wambaugh pilló el mogollón en directo.
Daba parte en la comisaría de la calle Setenta y Siete. Iba en un coche patrulla de cuatro hombres. Llevaban armas al cinto y una escopeta. Se metió de cabeza en el fregado. Pilló los primeros disparos.
Vermont con Manchester. Se destrozan escaparates, se disparan las alarmas, entre setecientos y ochocientos imbéciles en la calle. Suena un tiro. Luego otro. Las detonaciones se superponen, sólo se oye un estruendo prolongado… que nunca termina.
Entraron en los comercios a empujones. Saltaron por encima de los cristales rotos y redujeron a los saqueadores amotinados. Salían disparos de la nada. Se oía rebotar las balas. Sacaron sospechosos de los edificios a rastras y los retiraron de la calle. Los tiros llovían. No localizaban la procedencia. No podían esquivarlos de una puta vez. Se llevaron a los sospechosos a las oficinas del Registro y al Centro de Recogida. Salieron de allí. Volvieron allí. Wambaugh tenía miedo, no lo tenía, tenía miedo, no lo tenía. Se le disparó la adrenalina. El calor, las llamas y el pesado equipo antidisturbios le chuparon muchos kilos.
No olvidó esos momentos. Recopiló apuntes más tarde. Los desarrolló en su primera novela.
Los nuevos centuriones siguen la pista a tres policías a lo largo de cinco años. La novela se desarrolla entre 1960 y los disturbios. La acción se impone en viñetas de actividad policial. Patentiza íntimamente el delito como constante circunstancial y el delito como circunstancia definitoria. El temperamento de los policías es diverso. Sus respectivos puntos de vista convergen en unas líneas autoritarias generales y divergen en la necesidad de cada cual de rozar el mal y el desorden. La vida interior de los tres raya con el trastorno. Cada día laborable se encuentran con el delito, lo subvierten, lo inhabilitan y desean contenerlo. El proceso sirve para acallar los miedos sobre la marcha y les procura un equilibrio ora estable, ora turbulento. La novela concluye poco después de los disturbios de Watts. Los disturbios les han proporcionado el contexto que buscaban inconscientemente desde el primer día en el cuerpo. El caos impuesto ha alineado los lados opuestos de su personalidad. Han alcanzado una paz pasajera. Esa paz morirá casi inmediatamente. Un acontecimiento incongruente, prosaico y mortífero los definirá a todos al final.
El delito como constante circunstancial y circunstancia definitoria: 1960-1965. Mi idiota vida delictiva: 1965-1970.
Leía libros policíacos. Recorrí Cain, Hammett, Chandler, Ross MacDonald. Acariciaba la fatua noción de un gran futuro literario para mí. Veía películas y programas televisivos de delincuentes. Delinquía a mi manera inimitable, a lo Mickey Mouse.
Batidas botelleras por las basuras. Hurtos en librerías. Venta de bebida robada a niños de instituto a precio de oro. Bajadas a Tijuana a pillar fármacos y ver el número del burro.
Merodeos por las casas: ¡qué locura, tío!
1966-1969. Soy un adulto casi joven, virgen, las chicas me vuelven loco. Subsisto en antros baratos, cerca del pretencioso Hancock Park. Me hice mayor deseando a esas chicas. Las seguía y sabía dónde vivían. Ahora ya eran jóvenes desenvueltas. Estudiaban en la USC y en la UCLA. Vestían trapitos de marcas pijas. Estaban destinadas a carreras de poca importancia y a casarse con un carca rico. Yo las deseaba. Era un antipático impresentable a quien nadie quería. No sabía nada del sencillo contrato civil. Carecía de aptitudes sociales y me faltaba el simple valor de acercarme a ellas de verdad. En cambio, me colaba en sus casas.
Era fácil. Era la época de la invasión de casas anterior al contestador automático y los sistemas de alarma. Llamaba por teléfono a las casas. Sonaba la señal. Eso significaba que no había nadie. Me movía hasta allí y controlaba los accesos. Ventanas abiertas, persianas sueltas, gateras con espacio para meter el brazo y descorrer el pestillo. Vías de acceso a la prosperidad y al SEXO.
Me colé unas veinte veces en total. En casa de Kathy, en casa de Missy, en casa de Julie. En casa de Heidi, en casa de Kay, en la de Joanne, dos veces. Atracaba el botiquín y trincaba pastillas. Abría el mueble bar y preparaba cócteles. Cogía préstamos de cinco y diez dólares de bolsos y carteras. Entraba en el dormitorio del objeto de mi amor y me llevaba ropa interior.
Nunca me pillaron. Siempre limpié las huellas. Eran atracos modestos, pensando siempre en la salida. Era joven, estaba jodido hasta el alma, me había criado a expensas de la pobreza y la muerte. Quería ver el sitio donde vivían las familias de verdad. Quería tocar la ropa que tocaba el cuerpo de chicas preciosas. No lo hacía por agravio. Sabía que el mundo no me debía una mierda. Tenía tal lío mental y tal obsesión con el sexo que no podía caer en la autocompasión. Sabía que el delito era una constante circunstancial. Me lo enseñó la pelirroja. Seguía su ejemplo distorsionadamente. Me empecinaba en imitarlo sin reparo ni remordimiento, con fervor joven e implacable. No había absorbido suficiente mierda. Todavía no había leído a Joseph Wambaugh.
No dejaba de beber y meterme droga. Me pulí la pasta del alquiler y perdí la casa. Me mudé a parques públicos y dormía debajo de unas mantas. La temporada de frío me obligó a buscar cobijo. Encontré una casa abandonada y me metí. Zas: noviembre del sesenta y ocho. El LAPD está a la puerta con escopetas. Abuso de fuerza pero con matiz civil: me catalogan de vago pasivo poco higiénico. Me tratan con brusquedad, corrección y desprecio. ¿Cómo? Creía que el LAPD era una legión de guardias de asalto. La prensa los acribilla por tácticas de mano dura. Son una especie de híbrido de Klan Klavern y odio nazi Bund. El detector de mentiras se me enciende. El instinto callejero y comisarial: pues no es cierto.
Paso tres semanas en la cárcel del Salón de Justicia. Es una iniciación potente a la delincuencia. Soy el venao al que desprecian todos los matones profesionales. Los observo detenidamente. Década de los sesenta. Época de justificar el mal comportamiento como reivindicación social. Los compañeros de celda están acusados de tristeza. Gano un punto con mi idea del delito como constante circunstancial. El delito es ausencia de moral individual a gran escala.
Esto te incluye a ti, hijoputa.
Ahora ya lo sabes. ¿Cambias el rumbo a expensas de la idea? No, todavía no.
Salí de la cárcel justo antes de Navidad. Volví a los libros, a la bebida y a las drogas. A colarme en casas. A robar ropa interior. Proseguí con el Panteón del Husmeador de Bragas.
Vagaba por L.A. de noche. El LAPD me abroncaba de continuo. Tenía la
sensación de que existía un convenio policía-pirao callejero. Me comportaba en consecuencia. Negaba todo propósito delictivo. Actuaba respetuosamente. Algunos policías se metían con mi proporción entre peso y altura y la falta de higiene. Yo respondía. Y seguidamente, el numerito callejero. Imitaba a los negratas de la cárcel como un vulgar Richard Pryor blanco. La bronca se convertía en un jolgorio público. Actuaban como Jack Webb trastornado. Empezó a enrollarme e 1 LAPD. Empecé a pillar el humor de polis. No podía encasillarlo del lodo como performance artística. Todavía no había leído a Joseph Wambaugh.
Agosto del sesenta y nueve. Asesinatos de Tate y LaBianca. LA. es un desfile de hippies. Veo anuncios de vigilancia vecinal en el césped de las casas de Hancock Park. Sopeso la situación. La balanza se inclina en contra de la Bestia Bragófila. No lo hagas otra vez. Te pillarán. La cárcel del condado no es nada. No te juegues la penitenciaría.
Lo dejé. No volví a colarme. Tiré hasta el setenta y uno. Leía libros policíacos. Privaba y me metía droga. Cumplí un par de días de reinserción laboral en Wayside Honor Ranch por un robo menor. Oí hablar de ese poli. Escribió una novela. Sobre lo que se cuece en el LAPD.
Me fui de allí. Merodeé por las bibliotecas públicas. Encontré Los nuevos centuriones y me lo zampé de un tirón. Confirmó todas mis ideas sobre la delincuencia, y las destrozó y volvió a alinearlas. Me renovó todos los circuitos.
Era el coste moral y psíquico del delito a escala nunca vista. Era un relato de anécdotas sociales sobre L.A. en los sesenta. Era un tratado implacable sobre la vida del hombre. Era una defensa de la necesidad de orden social severamente formulada y una refutación de los prejuicios de moda en contra de la policía. Era mi configuración del delito como constante circunstancial ampliada y rotundamente redonda.
Incendió mi mundo mental. Me devolvió a la muerte de mi madre y a todas las paradas intermedias.
Volví a leer el libro. Asimilé el saber de Wambaugh. Encajaba con el mío y me daba una visión del lado oscuro de la luna. No podía esquivar del todo su fuerza moral. Yo violaba por costumbre las bases del orden social que Wambaugh expresaba con elocuencia. Joseph Wambaugh me despediría por motivos morales, y con toda la razón.
Volví a leer el libro. No cambié el nimbo ni medio grado. Salió la segunda novela de Wambaugh. El caballero azul era una narración en primera persona. Bumper Morgan es un policía de la calle a punto de jubilarse. No quiere dejarlo. Tiene cincuenta y tantos. Está con una mujer espléndida. La perspectiva de un amor eterno mano a mano lo desconcierta. Está enganchado al placer mundano y a veces apasionante del trabajo policial. En el fondo del corazón, tiene miedo. El trabajo en su territorio de ronda le permite vivir en un nivel distanciado y circunscrito. Reina benévolamente en su pequeño reino. Da y recibe afecto de una forma compartimentada que nunca pone a prueba su vulnerabilidad. Le asusta amar a pecho descubierto. Sus últimos días en el cuerpo van pasando. Aumenta el rechazo a dejarlo. Interceden acontecimientos violentos. Sirven para salvarlo y condenarlo, y le procuran el único destino lógico posible.
Joseph Wambaugh, va por la segunda novela, edad treinta y cinco. Una gran novela trágica sobre la vida de los policías, el segundo intento toma la salida.
Leí Los nuevos centuriones. Leí El caballero azul. Leí El campo de cebollas a trompicones idiotas. Consideraba que presentaban grandes enseñanzas sobre delincuencia y literatura, y cargos morales contra mí.
Tenía veinticinco años. Seguía con los fármacos chungos y mi mala sangre desquiciada. No cambies el rumbo todavía. No te arranques ese corazón despiadado e impotente que tienes.
Él era hijo único e hijo de policía. De familia irlandesa. Su padre trabajaba en una fábrica y después se metió en la policía de East Pittsburgh. Corría la época de la gran depresión. El trabajo iba a la baja, la delincuencia al alza. Su padre ascendió rápidamente y descendió enseguida. Lo nombraron Jefe. Se enredó en la política local. La política lo salpicó y lo expulsó. Salió del cuerpo en el cuarenta y tres. Volvió a trabajar en la fábrica.
Joe tenía seis años. Le encantaba leer. Le gustaban los cuentos de animales y los libros infantiles de aventuras. Siempre tenía la nariz metida en un libro. Nunca leía novelas policíacas. No le molaban.
Su madre tenía cinco hermanos en el frente. El caso del tío Pat Mally fue outré. Estuvo en la Primera Guerra Mundial. Pasó de recluta a borracho urbano. Tío Pat nunca trabajó. Tío Pat gorroneaba dinero para priva. A tío Pat lo llamaron a filas en la Gran Guerra. Pasó de la botella en Pittsburgh Oeste a instructor del ejército. Conoció a una mujer rica y se casó. Se trasladaron a California. Compraron una granja de pollos fuera de L.A. Pasaron los años de posguerra privando.
Tío Pat siempre conducía borracho. El conductor borracho juega con mucha desventaja. La desventaja jugó en contra de tío Pat en 1951. Se estrelló contra un camión de naranjas. Murió. Su mujer murió. Joe y su familia acudieron al entierro. Les gustó California. Se quedaron.
Se instalaron al este del valle San Gabriel. Ontario, Fontana: satélites de L.A. con viñedos y naranjales. El padre de Joe empezó a trabajar en una fábrica. A Joe lo enrolló el clima californiano, la belleza de California, la ausencia de mugre. Estudió en el Instituto Chaffee. Terminó en el cincuenta y cuatro. Estuvo tres años en la Marina. Volvió a casa y buscó trabajo. Aceros Kaiser, en Fontana: bombero particular.
Empleo en la fábrica, empleo en la acería, empleos de ganapán: estrictamente lo más tirao. Quería trabajar con la cabeza. Quería extrapolar su amor por los libros. Estudió los dos primeros cursos de universidad en Chaffee y en L.A. State College. Se casó con su novia. Sacó un título de Inglés. Quería ser profesor de Inglés. El destino le dio por el culo.
Un simple anuncio. Un trocito de página en L.A. Herald. Se necesitan oficiales de policía, 489 dólares mensuales.
Aventura. Amores. Cinco de los grandes al mes. Como en su libro predilecto de niño, La llamada de la selva.
De acuerdo, estarás veinte años. Te retirarás. Luego serás profesor de inglés. Tendrás cuarenta y tres. Habrás hecho dos carreras.
No. El destino es más quijotesco y complejo. Verás mucha ponzoña. Lucharás en unos disturbios. Te las verás con machotes maricones en los lavabos de los cines. Te pegarán un tiro. Ahostiarás. Te ahostiarán. Te enrollarás en más numeritos racistas que 86.000 discos de Redd Foxx. Papearás escabeche de manitas de cerdo en Watts a las putas dos de la madrugada. Te tirarás chile verde ardiendo por el traje azul. Conocerás follaniños, follaperros, follagatos, follapingüinos, follawombats, follapavos, drag queens sifilíticas, gente que se caga en la pileta, que se la casca en público, chulos tuberculosos con seis meses de vicia por delante y cretinos que se folian el caparazón de una tortuga de trescientos años. Verás marchar codo con codo valentía y honor humanos y depravación y blasfemia inconmensurables. Destilarás y contendrás tu saber. Darás al mundo horror e hilaridad en libros que sólo un policía podía escribir: libros profunda y verdaderamente humanos.
Oficial sargento Joseph A. Wambaugh. LAPD, 1960-1974.
Duró catorce años. Quería estar veinte. La fama se lo impidió. La vida de escritor le jodió la vida de policía. Los sospechosos lo reconocían y le pedían autógrafos. Las llamadas de representantes y productores empantanaban la sala de la brigada Hollenbeck. Entonces tuvo que marcharse, pero, ¡ay, Dios, qué viajeFue una gira por barracas de feria completamente contenida y absolutamente incontenible, repleta de espejos deformantes. Las deformaciones eran conducta humana en clave grotesca. Una pareja discute por la custodia de un niño. Cada cual agarra al niño por un brazo y tira. Casi lo descoyuntan y lo parten en dos.
El niño del pene amputado. El borrachín amputado por partida doble presumiendo de que la polla le llegaba al suelo. El oficial Charlie Bogardus se muere de cáncer con menos de veinte años en activo. Su familia necesita la pensión. Tiene que morir en acto de servicio. Carga a ciegas contra un sospechoso ele allanamiento y se lleva dos tiros en los pulmones.
Ian y Karl. El campo de
cebollas. El entierro y el lamento de la gaita.
La prostituta trans de Chenshaw. Su primera redada antivicio. Él-ella le deja los muslos más que morados a pellizcos. El dolor se sale de las gráficas -matémoslo -no, dejémoslo.
El follón de la sala de billar. El menda con la escopeta. La llama anaranjada y las balas pasándole por encima de la cabeza. Fred Early es su compañero. Fred atrapa al menda y lo inmoviliza por las orejas. El menda está muerto. Fred muere de un tiro diez años después. No se ha resuelto todavía.
Dios, qué viaje. Las putas, los putones, los piraos, los pistoleros. Los ebrios y los exhibicionistas, los pastilleros y los pachucos, las muñecas menores, los heroinómanos histéricos. Las rutinarias rondas diurnas, los julais noctámbulos, las lecciones.
Iba al trabajo con miedo. Era el miedo de quien sabe, del inteligente e imaginativo. Se sobrepuso al miedo a golpe de contexto repetido. Aprendió que el miedo no desaparece nunca del todo. El siguiente contexto siempre es trabajo policial.
Aprendió que el aburrimiento incita a la ira que lleva al caos y al horror.
Aprendió que la necesidad humana más fuerte es la simple necesidad de sobrevivir. Aprendió que esa necesidad muta. Aprendió que induce a la compasión a las buenas personas. Aprendió que inspira terquedad brutal a las malas.
Aprendió que el delito es una constante circunstancial. Aprendió que las decisiones que el policía toma en décimas de segundo lo situaban al borde de la valentía y el deshonor.
Joe Wambaugh. LAPD, 1960-1974.
Tenía que haberse quedado más tiempo. No pudo. Tenía que escribir. Tenía que trasponer las lecciones.
Transformó apuntes informales tomados sobre la marcha en bosquejos y relatos cortos. Los envió a las revistas. Un editor del Atlantic Monthly le aconsejó que les diera forma de novela. Escribió Los nuevos centuriones y lo vendió por un adelanto modesto. El libro causó sensación entre la crítica y fue un gran éxito de ventas. Le crearon una imagen y quedó catalogado más o menos como poli escritor atípico. El libro retrataba el trabajo policial como un periplo inquietante y de moral ambigua. A algunos policías no les gustó nada el mensaje. Muchos respetaron la verdad inherente. El alto mando del LAPD lo desaprobó. Esto lo jodió de verdad.