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Hollywood Station Page 3


  El caballero azul, El campo de cebollas. Gran éxito de ventas, gran entrada de pasta, gran ovación. Gran cine, gran ruido, la disyuntiva que siempre conlleva el reconocimiento a gran escala.

  Escribió Los chicos del coro. Su publicación estaba prevista para mediados del setenta y cinco. El trabajo lo empujaba en una dirección. El oficio lo empujaba en la contraria. El oficio era el trabajo. Eso lo consoló un poco. Cerró el viaje.

  Mi viaje menguó. La vida en la calle, la priva y la droga me estropearon la salud. Cárceles, hospitales, rehabilitaciones. El nadir de principios del setenta y cuatro a mediados del setenta y cinco.

  Leí Los chicos del coro al final de aquel verano. Robé el libro en una librería de Hollywood. Era la mejor obra de Wambaugh. La acción se desarrollaba en la comisaría de Wilshire. Un grupo ele policías del turno de noche se relaja en Westlake Park. Llaman a las veladas «Ensayos del Coro». Al principio todo son aventuras y titis. Hay un trasfondo. El trabajo los estimula y los coloca en exceso. El trabajo sacia su curiosidad. Son funcionarios públicos y mirones. El trabajo les da una identidad de acero. Son mutilados de machismo, frágiles por dentro. Llegaron a la profesión con un exceso de miedo y dolor. Están sobreamplificados, estresados y bastante desquiciados. Se han metido en algo que les queda grande. Es el peaje del delito como constante circunstancial. Su destino colectivo, la locura.

  El libro me desgarró y, curiosamente, me consoló. Volvía a acusarme de falta de moral. Rebajaba mi estatus de pirao callejero. Me ponía a la altura de tíos que estaban tan colgados de un guindo como yo.

  Me acorraló contra la pared. Me pinchó la imaginación y me hizo escupir presagios de grandes relatos. Una novela en potencia. Sabía que tenía que escribirla. Sabía que antes tenía que cambiar el rumbo.

  Lo hice. Atribuiré a Dios el mérito de la salvación general. Citaré a Joe Wambaugh y el Sexo como potencias secundarias.

  Conocí a una pareja, Sol y Joan. Sol solía vender hierba, tocar el sitar y pontificar. Era un patriarca hippie y fanfarrón. Joan lo amaba como al descuido. Yo estaba enamorado de ella. Me obsesionaba. La situaba en contextos fantasiosos con los policías de Los chicos del coro. Saltaba de las páginas de Wambaugh a mis presuntas páginas. Está siempre presente en mi primera novela, cuatro años después.

  Estaba yo en su casa. Joan sentada a mi izquierda. Llevaba vaqueros y una camisa blanca de hombre. Fue a coger un cigarrillo. La camisa se le abrió. Le vi el pecho derecho en puro perfil.

  Ah, mierda: tienes que cambiar el rumbo. Qué mierda, lo cambiaste.

  Fue hace casi treinta años. Joe Wambaugh tiene sesenta y ocho. Yo, cincuenta y siete. Estoy en el momento elegiaco del reconocimiento de las deudas. La Que tengo con Joe destaca vivamente.

  Joe y yo somos amigos. Cordiales, pero no íntimos. Es un hueso duro de roer. Tenemos el mismo agente literario.

  Hace treinta y un años que dejó el LAPD. Su carrera de escritor ha cumplido treinta y cinco. Su producción literaria de ficción y no ficción es legendaria. Sus últimas novelas retratan el exilio. Ex policías mayores vagan por ambientes acomodados. Son presa de extrañas tentaciones y buscan la fortaleza que alimentaba sus años policiales. Joe tuvo que dejarlo antes de tiempo. Siempre mira atrás. No es arrepentimiento. No es nostalgia. Es algo más tierno y profundo.

  Es una aparición silenciosa. Son los débiles latidos de los que se nos fueron. Es un conmoverse femenino en nuestro desquiciado mundo masculino. Es un suspiro de mujer entre paréntesis.

  Joan. El momento de la camisa blanca. Otra Joan que se acerca a los cuarenta, pelo oscuro veteado de blanco. Joan. La mujer que abandonaste precipitadamente y de cualquier manera y ahora buscas en sueños.

  Es posible que vaya a visitar a Joe el mes que viene. Es posible que copresente su clase de creación de guiones en la Universidad de San Diego. Es posible que nos sentemos y hablemos de arriviste a arriviste. Lo veo. Pero más lo oigo. A los dos nos gustan las palabras y hemos salido de la calle.

  Joe es católico. Yo, protestante. Aun así me confesaré con él. Le rogaré que renuncie al exilio y vuelva a entonces. Le contaré que todavía tengo la cabeza llena de mierda magnífica y jodidamente retorcida. Describiré el alcance de su don. Me otorgaste visión. Liberaste el amor y la ira sumisa que llevaba dentro.

  James Ellroy

  Capítulo 1

  – Qué, tronco, ¿una partida de polo pitbull?

  – ¿Qué es eso?

  – Un juego que aprendí cuando trabajaba en la unidad metropolitana de la policía montada.

  – No te imagino de poli vaquero.

  – Lo único que sé de los caballos es que son gilipollas, tío. Pero allí pagaban las horas extra. Mi bemeuve, ¿sabes? No lo tendría si no hubiera trabajado en la metro. El último año me saqué en horas extra cien de los grandes. No echo de menos a los caballos, que estaban todos de atar, pero sí la pasta extra. Y el Stetson también. Cuando los disturbios menores en el congreso demócrata, una manifestante bastante cachonda con unos pezones tan grandes como para hacer las maletas y largarse con ella me dijo que con el Stetson me parecía a Clint Eastwood de joven. Aunque aquel día no llevaba la Beretta del nueve, sino un revólver Colt de seis pulgadas…, más propio para ir a caballo.

  ¿De barrilete? ¿En estos tiempos que corren?

  – El Oráculo sigue llevando revólver.

  – El Oráculo puede llevar braguero, si quiere. Hace casi cincuenta años que está en activo. Pero tú no te pareces a Clint Eastwood, colega. Te pareces al tipo de King Kong, sólo que con la napia más grande y el pelo decolorado.

  – Es por el surf, tronco, el sol me aclara el pelo. Y a caballo, todavía le saco a Clint cinco centímetros.

  – Vale, colega. Pues de pie, yo le saco treinta a Tom Cruise, que no llega al metro y medio.

  – El caso es que los pacifistas que armaban jaleo en el recinto del congreso empezaron a tirar pelotas de golf y cojinetes de bolas a los caballos y entonces cargamos veinte polis a caballo. Te aseguro, tronco, que cuando te pisa una bestia de seiscientos kilos, es muy chungo. Sólo cayó un animal. Tenía veintiocho años y se llamaba Rufus. Aquello lo quemó hasta los huesos, hubo que jubilarlo para siempre. Luego, una de aquellas hippiosas prendió fuego a una bolsa pequeña de basura y se la tiró al mío, Big Sam, se llamaba, y sacudí a la zorra con la koa.

  – ¿La qué?

  – Es una especie de espada de samurai hecha de madera de koa. La porra es tan inútil como un tallo de apio, cuando estás ahí arriba, montado en un caballo de diecisiete palmos. En teoría, hay que apuntar a la clavícula, pero imagínate, la tía agachó la cabeza y le metí duro. Sin querer, entre comillas. Entonces, con un doble mortal, fue a parar debajo de un coche que estaba aparcado. Otro de aquellos follaárboles clavó una aguja de tejer a un caballo, lo vi con mis propios ojos. El caballo se quemó del estrés y lo mandaron a Recuperación de Caballos. Tarde o temprano, todos acaban quemados. Igual que nosotros.

  – ¡Qué chungo, clavar una aguja a un caballo!

  – Aquél al menos salió en televisión en una entrevista, porque cuando hieren a un poli, nada, a nadie le importa un cuerno. Pero si hieren a un caballo, sale en la tele…, a lo mejor con esa titi tetorras de las noticias de la 5, y todo.

  – ¿Dónde aprendiste a montar?

  – En Griffith Park, fue un curso de cinco semanas en la escuela de equitación Ahmanson. La única vez que había montado a caballo antes de eso fue en un tiovivo, y tanto me da si no vuelvo a montar en mi vida. Me ofrecieron el trabajo porque mi cuñada había sido compañera de instituto del teniente de la unidad. Los caballos son gilipollas, tío. Fíjate, te pasa un autobús municipal a un palmo, a ochenta por hora, y el caballo ni pestañea, pero si de pronto le salta un papelito a la cara, te derriba sin contemplaciones en la acera de cualquier calleja de la Sexta y San Pedro, encima de un montón de anfetamínicos y yonquis durmientes, y terminas en el carrito del súper de Mama Lucy, entre latas de aluminio y botellas retornables. Así fue como tuve que hacerme una prótesis de cadera a los treinta años. Ahora, l
o único que me apetece es la tabla de surf y el bemeuve.

  – Yo tengo treinta y uno, pero tú pareces mucho más viejo que yo.

  – Pues no lo soy, pero es que las he pasado de todos los colores. Me tocó un médico tan viejo que todavía creía en las sangrías y las sanguijuelas.

  – Vale, colega. A lo mejor tienes progeria, que te deja los párpados y las arrugas del cuello como una tortuga de las Galápagos.

  – ¿Quieres jugar al polo pitbull o no? -preguntó, más irritado.

  – ¿Qué coño es el polo pitbull?

  – Hace ya mucho que lo aprendí; nos remolcaron a diez a la calle Setenta y Siete una noche, querían peinar tres manzanas seguidas de garitos de crack y guaridas de delincuentes. Toda esa zona es un puro nido de delincuencia. Tendría que estar rodeada de alambre de espino. El caso es que todos esos Bloods y Crips [2] llevan pitbulls y rottweilers; los dejan sueltos por ahí la mitad del tiempo, aterrorizan todo el gueto y se comen vivo a cualquier perro normal que se les ponga a tiro. Y resulta que, en el momento en que nos vieron llegar, toda la jauría de asesinos se lanzó contra nosotros pidiendo sangre y nos atacaron como si fuéramos montados en chuletas y solomillos.

  – ¿A cuántos disparasteis?

  – ¿Disparar? Necesito este trabajo. Hay que estar más forrado que Donald Trump y Manny el fontanero para pegar un tiro hoy día siendo policía de Los Ángeles, sobre todo a los perros. Pega un tiro a una persona y a lo mejor te ponen a un par de inspectores y una brigada del FID [3] a husmear en el caso, pero pégaselo a un perro y verás qué rápido tienes a tres supervisores y cuatro inspectores, además del FID, precintándolo todo con cinta amarilla, sobre todo en el gueto. No disparamos a los perros, jugamos al polo pitbull con ellos, con los palos largos.

  – ¡Ah, ya lo entiendo! Polo pitbull.

  – Tío, me metí con el caballo entre esas fieras asesinas y empecé a repartir leña gritando «¡Un chukker para mi equipo! ¡Dos chukkers para mi equipo!». Ojalá hubiera podido hacer lo mismo con los dueños.

  – Colega, el chukker es cada tiempo del juego. Lo sé porque vi un monográfico sobre la familia real. El calentorro de Carlos jugaba un chukker o dos en honor de Camilla ¡marcando un paquete descomunal! ¿Ese nenazo? No se lo cree ni él.

  – Vale. Pensándolo bien, este tronco corta el rollo a cualquiera.

  – Y luego, ¿hubo bronca por jugar al polo con la jauría?

  – Sí, claro. Siempre hay algún NF que llama a Asuntos Internos, a su concejal, o incluso pone una conferencia a Al Sharpton [4], y ése, ya sabes, no pierde ocasión de chupar cámara.

  – ¿Ene efe?

  – No eres rata de gueto, ¿eh? NF: «negro furioso».

  – Pasé nueve años en Devonshire, West Valley y Los Ángeles Oeste antes de que me trasladaran aquí el mes pasado. No vi ni una ficha de NF de ninguna clase, colega.

  – En tal caso, no te apuntes a ninguna comisión policial ni a las juntas municipales. Ahí mandan los NF. Aunque en realidad, en Hollywood no vive casi ninguno; ahora, Los Ángeles Sur es prácticamente latino, hasta Watts.

  – Según he leído, los barrios bajos del centro están dominados por latinos -dijo Jetsam-. ¿Dónde coño se habían metido los hermanos? ¿Y por qué se preocupan tanto por el voto negro, si se están largando todos a los barrios residenciales? Más les vale preocuparse del voto latino porque ahora la alcaldía es suya; en una generación, reivindicarán California para ellos y nosotros nos quedaremos de jardineros.

  – ¿Estás casado? ¿Cuántas llevas?

  – Acabo de escaparme de la segunda. Era una especie de ninfa, pero no tan tierna. Tengo una hija de tres años que vive con su madre, pero su abogado no se dará por satisfecho hasta me quede en la calle, viviendo en la playa y comiendo algas.

  – ¿La primera sigue suelta?

  – Sí, pero no tengo que pasarle pasta. Se llevó el coche. ¿Y tú?

  – Divorciado también, sin hijos. La conocí en el Director's Chair, un bar de polis de Hollywood Norte. Tendría que ser delito ponerse tanto maquillaje, parecía más puta que las del Mustang Ranch, y aun así me casé con ella. Tiene un culito como J. Lo [5], tuvo que ser por eso.

  – A los policías nunca nos funciona el primer matrimonio, el primero no cuenta, colega. Entonces, ¿cómo se juega al polo pitbull sin caballos? ¿Y dónde?

  – Conozco un sitio estupendo. Saca la porra extensible de mi bolsa de guerra.

  La Mura Salvatrucha, [6] alias MS-13, un clan pandillero salvadoreño, comenzó en Los Ángeles entre estudiantes preuniversitarios hace menos de veinte años, pero se decía que ahora contaba con diez mil miembros en toda la extensión de los Estados Unidos, y setecientos mil en los países centroamericanos. Muchos reclusos de prisiones estatales exhibían las iniciales «MS» y «MS-13» tatuadas en el cuerpo. Fue precisamente a un miembro de la MS-13 a quien detuvo la agente Tina Kerbrat en la calle, en Hollywood Norte, en 1991. Kerbrat era una novata que había salido de la Academia de Policía de Los Ángeles hacía sólo unos meses; simplemente, estaba poniéndole una denuncia por beber en público, cuando un «patrullero» de la MS-13 la mató de un disparo. Fue la primera mujer policía de Los Ángeles que murió asesinada en acto de servicio.

  Más tarde, aquella misma noche, una residente mexicana que vivía al este de Gower Street llamó, abrumada, a la comisaría Hollywood y dijo que había visto un «blanco y negro», el coche de la policía, dando vueltas sin luces alrededor de un sucio edificio de apartamentos de color rosa del que ella misma había informado a la policía varias veces, porque era un hormiguero de salvatruchos.

  En ocasiones anteriores, los agentes de recepción habían insistido en explicarle en qué consistían las «órdenes judiciales relativas a los clanes» y la «causa probable», conceptos que no entendió y que no existían en su país. Conceptos que, por lo visto, negaban a personas como ella y sus hijos la protección contra los delincuentes de ese feo edificio rosa. La mexicana informó al agente de que los perros que tenían esos hombres eran verdaderas fieras, que habían atacado y matado al collie de su vecina Irene y que los niños no podían ir tranquilamente por la calle. También le contó que los empleados de la perrera municipal se habían llevado a dos, pero que todavía quedaban muchos. Muchos más de la cuenta.

  Los agentes le decían que lo lamentaban y que se dirigiera al Departamento de Servicios de Animales Domésticos.

  La mujer había estado viendo un programa en español en la televisión y se disponía a irse a dormir cuando oyó los primeros aullidos que la hicieron asomarse a la ventana. Vio entonces el coche de policía con las luces apagadas, que iba a toda velocidad por la calleja del edificio de apartamentos perseguido por cuatro o cinco perros que ladraban. La segunda vez que pasó por la calleja, vio que el conductor se asomaba a la ventanilla con algo parecido a un taco de billar en la mano y golpeaba a una de las fieras, que se escondió gimiendo en el edificio rosa. Después, el coche dio otra vuelta y repitió la maniobra con otro perro grande, y el conductor gritó unas palabras que resonaron en el portal, y que su hija oyó.

  La hija apareció soñolienta en el reducido comedor y dijo en inglés: «Mamá, ¿chukker es una palabrota fea, como la que empieza por "jo"?».

  La mujer llamó por teléfono a la comisaría Hollywood y habló con un sargento de mucha categoría a quien todos los policías llamaban el Oráculo. Quería darle las gracias por mandar agentes con tacos de billar. Esperaba que las cosas mejorasen en el barrio. El Oráculo no lo entendió pero prefirió no hacer preguntas. Le dijo sencillamente que se alebraba de ser útil.

  Cuando el coche patrulla 6 X 32 volvió a encender los faros mientras recorría Hollywood Boulevard tranquilamente, el conductor dijo:

  – Mira, tronco, justo ahí terminó mi carrera con la policía montada. Ahí es donde decidí que por buenas que fueran las extras, yo volvía a la patrulla normal.

  – ¿En el teatro chino Grauman? -preguntó su compañero mirando a la derecha.

  – Ahí mismo, a la entrada. Ahí aprendí que no hay que pasar a caballo por el Paseo de la Fama d
e Hollywood.

  – ¿Da mal rollo?

  – Da patinazo.

  El famoso teatro Sid Grauman parecía desamparado últimamente, empequeñecido, emparedado por el centro comercial Hollywood Highland, más conocido como Kodak Center, con sus dos bloques de tiendas y locales de ocio. El edificio acogía el teatro Kodak y los premios de la Academia, y estaba a rebosar de turistas día y noche. Con todo, el teatro chino conservaba su parroquia en lo tocante a curiosidades. Aún a esa hora tardía pululaba por allí un puñado de seres disfrazados que se dejaban fotografiar con los turistas, que a su vez se dedicaban a fotografiar principalmente huellas de zapatos y manos de la famosa acera. Entre esos seres se encontraban Mr. Increíble, Elmo de Barrio Sésamo, dos Darth Vader, Batman y dos Goofy, uno bajo y otro alto.

  – Se dejan retratar con los turistas. Poses por pasta -dijo el conductor a su compañero-. Los turistas creen que son empleados del Grauman, pero no. Casi todos son yonquis y anfetamínicos. Mira al Goofy pequeño.

  Al frenar, obligó al tráfico nocturno a maniobrar para sortear el blanco y negro. Se quedaron observando al Goofy de menor estatura, que acosaba a cuatro turistas orientales, seguramente porque no querrían pagarle la foto o no le habían dado suficiente. Cuando Goofy agarró a uno de los dos hombres por el brazo, el policía tocó el silbato. Goofy levantó la cabeza y, al ver el blanco y negro, suspendió la actividad mendicante e intentó escabullirse entre la multitud, aunque la enorme cabeza del disfraz sobresalía incluso entre los turistas más altos.

  – Esa boca de metro es una buena vía de escape al gueto -dijo el conductor-. Los camellos se mueven entre los trenes y los ganchos se mueven por el boulevard.

  – ¿Qué es un gancho?