Hollywood Station Read online

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  – ¡Me cago en todo, Olive! -gruñó.

  – ¿Qué he hecho, Farley? -preguntó ella acercándose a la carrera desde su puesto de vigilancia, en la esquina.

  Farley no sabía qué era lo que Olive había hecho mal, pero siempre la reñía por todo cuando la vida le fastidiaba, es decir, casi siempre.

  – ¡No estás vigilando! -le dijo por decir-. Estás aquí hablando, ya lo ves.

  – Porque dijiste «me cago en todo, Olive» -replicó-. Por eso he…

  – ¡Vuelve a la esquina, joder! -dijo, y volvió a meter la trampa en el buzón azul.

  Por más que lo intentó, no pudo pescar el sobre grueso con la tabla de pegamento, pero después de dejarlo por imposible, consiguió hacerse con varias cartas e incluso con un sobre de tamaño folio bastante pesado, casi tan grueso como el que se le había escapado. Lo intentó con el dispositivo de cinta aislante pero el resultado fue el mismo que con la ratonera.

  – Parece un guión de cine -dijo, estrujando el sobre grande-. ¡Maldita la falta que nos hace un guión de cine!

  – ¿Qué pasa, Farley? -dijo Olive corriendo otra vez a su lado.

  – Toma, éste para ti, Olive -dijo Farley tendiéndole el sobre-. Tú eres la futura estrella de la casa.

  Farley le metió el sobre entre los vaqueros y la amplia camisa, por si los detenía la policía. Sabía que la pasma lo trincaría a él también, no sólo a ella, pero suponía que tendría más posibilidades de llegar a un acuerdo si no se le encontraban pruebas encima. Estaba seguro de que Olive no se chivaría, se comería el marrón, sobre todo si le prometía que le guardaría la cama en su casa para cuando saliera. No tenía ningún otro sitio donde ir.

  Al dar la vuelta a la esquina donde estaba el coche, pasaron por delante de un viejo vagabundo de Hollywood. A Farley le dio un susto de muerte al salir de las sombras de repente y decir: «¿Tiene algo suelto, señor?». Farley se llevó la mano al bolsillo y sacó la mano vacía.

  – ¿Inocentadas a mí, saco de pulgas? ¡Anda, quítate de en medio!

  Teddy se quedó mirándolos; se dirigieron al Pinto azul, abrieron las portezuelas y entraron. Seguía mirándolos cuando Farley encendió las luces y puso el motor en marcha. Se fijó en la matrícula del coche y dijo el número en voz alta. Luego lo repitió. Sabía que lo recordaría hasta que le prestaran un lápiz y pudiera apuntarlo. La próxima vez que la pasma lo trincara por escándalo público, por mendigar o por mearse en un escaparate, a lo mejor le servía de tarjeta «sales gratis de la cárcel».

  Capítulo 3

  El domingo de ese fin de semana de mayo, había parejas de compañeros más satisfechas que la del coche patrulla 6 X 76. Fausto Gamboa, uno de los agentes de patrulla más veteranos de la comisaría Hollywood, había renunciado a su categoría de P3 hacía mucho tiempo porque necesitaba dejar una temporada el puesto de monitor de novatos en periodo de prueba. Y, hasta el momento, había trabajado muy a gusto de P2 con otro abuelo de Hollywood llamado Ron LeCroix, a la sazón de baja médica para recuperarse de una dolorosa operación de hemorroides que había retrasado más tiempo del debido, y que seguramente se retiraría pronto.

  A Fausto siempre lo tomaban por hawaiano o samoano. Aunque este veterano de Vietnam no era alto, medía uno setenta y cinco, sí era muy corpulento. Le habían aplastado el hueso de la nariz en la adolescencia, en una pelea callejera, y tenía las muñecas, las manos y los hombros dignos de un hombre de estatura suficiente para machacar una cesta de baloncesto. Sus piernas eran tan fornidas que seguramente habría podido machacarla enroscándola con las pantorrillas y muslos haciendo la vertical. Tenía el pelo ondulado, gris acero, y la cara surcada de arrugas, oscura como el cuero, como si hubiera pasado años recogiendo algodón y uvas en Central Valley, igual que su padre desde que llegara a California con un camión lleno de inmigrantes sin papeles, igual que él mismo. Fausto no había visto un campo de algodón en su vida pero, por algún motivo, había heredado la curtida piel de su padre.

  Últimamente estaba de muy mal humor, asqueado y harto de contar a todos los policías de la comisaría Hollywood cómo había perdido el caso contra Darth Vader. La historia de ese caso había corrido como la pólvora por la jungla de cemento a través de los inalámbricos.

  No todos los días se pone una multa a Darth Vader, ni siquiera en Hollywood y, según la opinión general, eso sólo podía ocurrir allí. Fausto Gamboa y su compañero, Ron LeCroix, hacían la ronda una noche tranquila a primera hora cuando recibieron una llamada en el terminal informático móvil comunicando que Darth Vader estaba haciendo exhibicionismo cerca de la esquina de Hollywood con Highland. Se acercaron al lugar y localizaron al hombre de negro que pedaleaba por Hollywood Boulevard en una bicicleta Schwinn de tres marchas. Pero solía haber siempre dos o tres Darth Vader de etnias diversas pululando por las inmediaciones del Grauman. El de esa noche era pequeñito y negro.

  No tuvieron la certeza de que fuera ése el que buscaban hasta que vieron lo que, a todas luces, había provocado la llamada. Esa noche, Darth no se había puesto los leotardos negros debajo del calzón negro y el miembro le colgaba por el lado derecho del sillín. Un conductor había detectado el órgano del ciclista trekkie al aire y había dado parte a la policía.

  Conducía Fausto esa noche; situó el vehículo detrás de Darth Vader y tocó el claxon, pero el ciclista no aminoró la marcha. Volvió a tocar el claxon con el mismo resultado. Entonces lo atronó con la sirena dos veces. No hubo reacción.

  – Hay que joderse -dijo Ron LeCroix-. ¡Ponte a su altura!

  Cuando Fausto se situó al lado del ciclista, su compañero se asomó a la ventanilla y llamó la atención haciéndole señas de que se detuviera junto al bordillo. Una vez allí, Darth calzó el caballete de la bicicleta, se apeó y se quitó la máscara y el casco. Entonces vieron por qué los intentos de detenerlo no habían dado resultado. Llevaba puestos unos auriculares e iba escuchando música.

  Era el momento de que Fausto le extendiera una multa, de modo que sacó la libreta y le pidió la identificación.

  – ¡Eh, un momento! -dijo Darth Vader, alias Henry Louis Mossman-. ¿Por qué me multa?

  – Ir en bicicleta con auriculares infringe el código de circulación -dijo Fausto-. Y le recomiendo que, en el futuro, se ponga ropa interior o leotardos debajo de los calzones.

  – ¡Menuda mierda! -dijo Darth Vader.

  – Ni siquiera ha oído la sirena -dijo Fausto al diminuto Darth.

  – ¡Qué sandez! -dijo Darth-. Nos veremos en el tribunal, me cago en todo. ¡Esto es un timo!

  – Como quiera. -Fausto terminó de rellenar la multa.

  Cuando los dos agentes volvieron al coche aquella noche y reanudaron la patrulla, Fausto dijo a LeCroix:

  – Ese enano tirao no me llevará a los tribunales. Romperá la multa y, cuando se la reclamen desde embargos, se irá de cabeza a la trena.

  Fausto Gamboa no conocía a Darth Vader.

  Al cabo de unas semanas, Fausto se vio ante un tribunal de tráfico en Hill Street Sur, en el centro de Los Ángeles, junto con otros cien agentes y otros tantos infractores, esperando su turno ante el juez.

  Antes de que lo llamaran, Fausto se dirigió a un agente uniformado que estaba a su lado y le dijo: «El mío es un mendigo psicòtico. No se presentará».

  Fausto Gamboa no conocía a Darth Vader.

  No sólo se presentó, sino que se presentó disfrazado, esta vez con leotardos negros debajo de los cortos calzones. Todas las actividades cesaron en la sala del tribunal en el momento en que su nombre fue anunciado. El soñoliento juez se animó un poco y, a decir verdad, todos los presentes, policías, infractores, el escribano y hasta el alguacil, levantaron la vista con interés.

  El agente Fausto Gamboa, de pie ante el juez, como es costumbre en los tribunales de tráfico, relató su versión, desde la recepción del aviso y la localización de Darth Vader hasta que su compañero y él se dieron cuenta de que Darth no era consciente de que la patrulla le hacía señas. Añadió que pudieron hacer que el hombre del espacio se detuviera porque llevaba puestos unos a
uriculares e iba escuchando música, cosa que tampoco supieron hasta que por fin consiguieron que se parase.

  Cuando le llegó el turno a Darth, se quitó el casco y la máscara y enseñó los auriculares que, según dijo, llevaba el día de marras. Recitó el artículo del código de circulación que prohibía ir en bicicleta por las calles de la ciudad con los auriculares puestos.

  – Señoría -añadió después-, me gustaría que el tribunal tuviera en cuenta que esto no son auriculares sino un auricular. El artículo del código de circulación se refiere claramente a llevar ambos oídos tapados. Este agente no conocía el mentado artículo del código y sigue sin conocerlo. La verdad es que sí, oí el claxon y la sirena, pero no creía que fueran por mí. No estaba haciendo nada ilegal, por lo tanto, no tenía motivos para echarme a temblar y detenerme sólo por oír la sirena, ¿no?

  – Agente -dijo el juez a Fausto cuando el declarante hubo terminado-, ¿examinó los auriculares que el señor Mossman llevaba aquel día?

  – Los vi, señoría -dijo Fausto.

  – ¿Y esto se parece a aquellos auriculares? -preguntó el juez.

  – Pues…, parece… similar.

  – Agente, ¿puede afirmar con seguridad que los auriculares que usted vio aquel día tenían dos piezas, una para cada oído, o solamente una, como lo que tiene ahora ante sí?

  – Señoría, toqué la sirena dos veces y él no dio paso al vehículo policial. Es evidente que no me oyó.

  – Comprendo -dijo el juez-. En este caso, creo que debemos conceder el beneficio de la duda al señor Mossman. No lo encontramos culpable de la citada infracción.

  Hubo aplausos y risas de satisfacción en la sala, hasta que el alguacil impuso silencio. Terminado el asunto, Darth Va – der se puso el casco y, ante la mirada de todos, se despidió diciendo: «Que la fuerza os acompañe».

  Ahora, Fausto Gamboa, en ausencia de Ron LeCroix y sus hemorroides y resentido todavía por la patada en el culo que le había dado Darth Vader, montó una buena bronca al Oráculo en cuanto se enteró de que iba a formar patrulla con la agente Budgie Polk. Cuando Fausto era un policía joven, a las mujeres no se les asignaban tareas de patrulla en el cuerpo de policía de Los Ángeles.

  – ¿Es de las que se cambian la placa con su novio policía, como se hacía en clase con los anillos en mi época? -le dijo al Oráculo desdeñosamente.

  – Es una buena agente -dijo el Oráculo-, dale una oportunidad.

  – ¿O es de las que se hacen novias de su compañero y le engancha el dedito en la trabilla del cinturón mientras hacen la ronda por el paseo?

  – Vamos, Fausto -dijo el Oráculo-, este cuadrante es sólo para mayo.

  Fausto, igual que el Oráculo, todavía usaba un viejo revólver Smith & Wesson de seis pulgadas, y la primera noche que lo emparejaron con la nueva compañera, le dio un buen corte de mangas cuando ella le preguntó por qué llevaba una pistola de barrilete, mientras que el cargador de su nueve hacía quince disparos.

  – Si necesitas más de seis tiros para ganar una pelea, mereces perderla -le dijo aquella noche, sin sombra de humor.

  Fausto nunca usaba protección antibalas, y cuando ella le preguntó por qué, le dijo:

  – El año pasado murieron cincuenta y cuatro policías a tiros en Los Ángeles. Treinta y uno llevaban chaleco. Tú dirás de qué les sirvió.

  Aquella primera noche la sorprendió en un momento mirándole el corpulento pecho y le dijo:

  – Es todo mío. No llevo chaleco. Tengo más delantera que tú. -Entonces, le miró el pecho a ella-. Mucho más.

  Aquello fue lo que más la cabreó, porque, en realidad, aunque normalmente tenía los pechos pequeños, ahora estaban hinchados, muy hinchados. Tenía una hija de cuatro meses en casa, al cuidado de su madre; acababa de reincorporarse después de la baja por maternidad y lo cierto era que se había quedado más delgada que antes del embarazo. Maldita la falta que le hacía el sarcasmo velado de ese cascarrabias sobre su talla de pecho, y menos cuando las tetas la estaban matando.

  Su ex marido, un investigador que trabajaba en la unidad de Los Ángeles Oeste, se había marchado de casa dos meses antes del nacimiento de la niña argumentando que los dos a líos de matrimonio habían sido un «error lamentable» y que ambos eran «personas maduras». Le entraron ganas de partirle los dientes con la porra, y también a la mitad de los amigos del trabajo con quienes se había encontrado desde su regreso. ¿Cómo podían seguir siendo compinches de ese cerdo con tirantes? Ella le había dado las llaves de su corazón, pero él había entrado y se había dedicado a tirar los muebles por el suelo a patadas y a revolver los cajones como un drogota ladrón, el muy desgraciado.

  Y además, ¿por qué las agentes de policía se casan con policías? Se había hecho esa pregunta cien veces desde que ese gilipollas la abandonara, a ella y a su única hija, con la estúpida promesa de ser puntual en la ayuda económica para la niña y de visitarla con frecuencia «cuando tuviera la edad adecuada». Naturalmente, después de cinco años en activo, Budgie, en el fondo de sí misma, sabía la respuesta a la pregunta «por qué nos casamos con policías».

  Cuando volvía a casa por la noche y necesitaba contar a alguien toda la mierda con la que se había encontrado en las calles, ¿quién la entendería, sino otro policía? Si se hubiera casado con un liquidador de seguros ¿qué le contaría cuando llegara a casa?, como aquella noche del pasado septiembre, después de atender una llamada de Hollywood Hills en la que el propietario de una mansión de tres millones construida en la ladera, pasadísimo de éxtasis y crack, había estrangulado a su hijastra de diez años, quizá porque se negó a ceder a sus insinuaciones sexuales, según habían deducido los investigadores. Nunca se sabría con certeza por qué el hijo de puta se voló la tapa de los sesos con un Colt magnum de cuatro pulgadas mientras Budgie y su compañero se encontraban en el portal de la casa de al lado con una vecina que aseguraba haber oído gritar a un niño.

  Al oír la detonación, Budgie y su compañero acudieron corriendo a la otra casa pistola en mano, ella pidiendo refuerzos por el micrófono premarcado que llevaba al hombro. Y mientras llegaban los refuerzos y los agentes saltaban de los coches con las armas, Budgie, en la casa, miraba estupefacta el cadáver de la niña en pijama, derrumbado en el suelo del dormitorio del señor, con señales de ligaduras que empezaban a ponerse oscuras, hemorragia interna en los ojos y el pijama empapado de orina y heces. El padrastro yacía tirado en el sofá de la sala de estar, con el cojín de atrás empapado de sangre y salpicado de sesos y esquirlas de hueso.

  Había una mujer allí, la madre de la niña, fumadora de crack, que gritaba a Budgie: «¡Ayúdela! ¡Resucítela! ¡Haga algo!».

  Chillaba sin parar, hasta que Budgie la agarró por el hombro y le gritó también: «¡Cállese de una puta vez! ¡Está muerta!».

  Por eso debía de ser que las agentes de policía se casaban siempre con policías. Por bajo que fuese el porcentaje de éxito en el matrimonio, suponían que sería peor si se casaban con un civil. ¿Con quién iban a hablar después de ver a una niña asesinada en Hollywood Hills? Quizá los hombres no tuvieran necesidad de hablar de esas cosas cuando volvían a casa, pero las mujeres sí.

  Budgie esperaba que, al reincorporarse al trabajo, le asignaran una mujer de compañera, al menos hasta que terminara la lactancia. Pero el Oráculo le había dicho que el cuadrante de ese mes se había complicado porque se había producido una racha inesperada de bajas por accidentes en acto de servicio, vacaciones y demás. Le preguntó si no le importaba trabajar con Fausto hasta el siguiente periodo. Alegó que toda la vida del departamento giraba en torno a los cuadrantes y que Fausto era un viejo profesional en quien se podía confiar, que jamás fallaría a su compañero. Pero vaya mierda, ¡veintiocho días en ese plan!

  Fausto añoraba los viejos tiempos en la comisaría Hollywood, cuando, al final del turno de noche, se reunían en el aparcamiento superior del teatro John Anson Ford, frente al estadio Hollywood, en un lugar llamado El Árbol, a tomarse unos tragos y a consolarse. De vez en cuando, se dejaban caer por allí algunas bu
scapolis, y si había una en un coche morreándose con un policía, seguro que aparecía un compañero, miraba por la ventanilla y gritaba: «¡Delito a la vista!».

  Una de aquellas noches cálidas de verano, bajo la luna de Hollywood, como decía siempre el Oráculo, estaban ellos dos sentados mano a mano cerca de El Árbol, en el capó del escarabajo Volkswagen de Fausto; él era joven y había vuelto de Vietnam y el Oráculo era un sargento curtido pero que no había cumplido los cuarenta.

  Sorprendió a Fausto diciéndole: «Chico, mira ahí arriba -refiriéndose a la cruz iluminada de la montaña que tenían a la espalda-. Ése es un sitio estupendo donde esparcir las cenizas, cuando llegue la hora. Allá arriba, dominando el estadio. Aunque hay un sitio mejor todavía». Y entonces, le contó cuál era el sitio mejor todavía y el joven Fausto Gamboa jamás lo olvidó.

  Aquéllos eran los buenos tiempos de la comisaría Hollywood. Pero después del reinado de terror del último jefe, nadie se atrevía a acercarse a El Árbol en un kilómetro a la redonda. Nadie se reunía a tomar un buen trago mexicano. Aunque en realidad, esa generación joven de polis, tan consciente de su salud, seguramente se preocupaba más por la bacteria E. coli del agua mineral Evian. Fausto había llegado a ver a alguno tomando leche orgánica. ¡Con pajita!

  Pues ahí estaba ella, pensaba Budgie, de copiloto por Sunset Boulevard con ese viejo cascarrabias, más viejo que su padre, seguro, que ahora tendría cincuenta y dos si no hubiera muerto. Por el número de sardinas que llevaba en la manga, era policía desde hacía más de treinta años, y casi todo el tiempo en Hollywood.

  – ¿Cuánto hace que estás en activo, Fausto? -le preguntó esa primera noche, por romper el hielo.

  – Treinta y cuatro años -dijo-. Empecé cuando todavía llevábamos sombrero y por Dios que no podíamos ir descubiertos fuera del coche. Y el bolsillo de la defensa eléctrica era para la defensa eléctrica, no para el móvil. -Hizo una pausa y añadió-: Antes de que tú llegaras a este planeta.