Hollywood Station Read online

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  – Hace veintiséis años que llegué a este planeta -dijo ella-, y acabo de cumplir cinco en activo.

  Por la forma en que la miró, ladeando la ceja derecha hacia ella un momento y mirando a otra parte después, le pareció que decía: «¿Y a quién le importa una mierda tu vida?».

  «Pues que te follen», pensó ella, pero en el momento en que anochecía y no deseaba sino que el dolor del pecho remitiera un poco, él decidió darle conversación.

  – Conque Budgie, ¿eh? [Qué nombre tan raro!

  – Mi madre era australiana -contestó ella procurando no saltar a la defensiva-. «Budgie» es un periquito australiano, así lo llaman. El apodo cuajó, ya ves. Supongo que a mi madre le parecía una monada.

  Fausto, que iba al volante, se detuvo en un semáforo en rojo y miró a su compañera de arriba abajo, desde la trenza de pelo rubio oscuro hasta los zapatos, lustrosos y brillantes.

  – ¿Cuánto mides? -le preguntó- ¿uno ochenta, ochenta y dos quizá, en calcetines? ¿Y cuánto pesas? ¿Tanto como mi pierna izquierda? Tenía que haberte llamado cigüeña.

  Ahora sí, el dolor del pecho empeoró. Últimamente, los perros dan ladridos, los gatos dan maullidos, los niños dan la lata y ella da leche. ¡La voz gruñona de ese cabrón lo había conseguido!

  – Llévame a las dependencias de Cherokee -le dijo.

  – ¿Para qué?

  – No aguanto este dolor. Llevo una bomba de extracción en la bolsa de guerra. Puedo sacármela allí y guardarla en la nevera.

  – ¡Ah, mierda! -exclamó Fausto-. ¡No me lo puedo creer! ¿Veintiocho días en este plan?

  Cuando estaban a medio camino de las dependencias a pie de calle Fausto dijo:

  – ¿Por qué no volvemos a comisaría, sencillamente? ¡Hazlo en el servicio de mujeres, por Dios!

  – No quiero que se entere nadie, Fausto -dijo ella-. Ni siquiera las mujeres, ninguna. Seguro que a alguna se le escapa algo y luego tendría que aguantar todas las chorradas de los tíos. Confío en que no salga de ti.

  – Yo cuelgo la placa -dijo Fausto retóricamente-. ¿Más de mil mujeres en activo? ¡Hasta el jefe tendrá cromosomas XX en menos de lo que se tarda en decirlo! Treinta y cuatro años es más que suficiente. Yo cuelgo la placa.

  Fausto aparcó el blanco y negro ante la oscura fachada de las dependencias, junto al restaurante Musso and Frank; Budgie cogió el neceser y la bomba de extracción de la bolsa de guerra, que estaba en el maletero, abrió la puerta con su llave universal y entró corriendo. Era un espacio relativamente vacío, con sólo unas pocas mesas y sillas, donde los padres recibían información sobre la Liga de Actividad Policial o inscribían a los niños en el programa Exploradores Policiales. A veces había por allí folletos del departamento en inglés, español, tailandés, coreano, farsi y otras lenguas, a disposición de la políglota ciudadanía del crisol de Los Ángeles.

  Budgie abrió la nevera con intención de poner a congelar los cartuchos azules de hielo y dejó la pequeña bolsa térmica al lado del aparato, de donde podría recogerla cuando terminara el servicio. Encendió la luz de los retretes, prefería hacerlo allí, sentada en la tapa, en vez de en la sala principal, por si Fausto se hartaba de esperar en el coche y le daba por entrar. Aunque el olor a moho del viejo edificio era vomitivo.

  Quitó el transmisor del Sam Browne, después también se quitó el cinturón y la camisa del uniforme. Lo dejó todo en una mesita auxiliar del cuarto de baño y dejó la llave en el lavabo. La mesita se tambaleó bajo todo el peso, de modo que sacó la pistola del cinturón y la puso en el suelo, junto con el transmisor y la linterna. El malestar empezó a remitir al cabo de un minuto de extracción. La bomba hacía ruidos indiscretos y rogó que Fausto no entrase en el edificio. Sin la menor duda, diría la primera sandez que se le ocurriera al oír esos sorbetones en el cuarto de baño.

  Fausto había comunicado desde el teclado del coche que estaban en código 6 ante las dependencias, investigando, para evitar llamadas hasta que terminase el suplicio. Se estaba quedando amodorrado cuando entró una llamada urgente para el 6 A 77 del tercer turno.

  La voz apremiante de la centralita dijo: ‹A todas las unidades de los alrededores y a la Seis Adam Setenta y Siete, disparos en aparcamiento, Western con Romaine. Posiblemente agente implicado. Seis A Setenta y Siete, código tres».

  Budgie se estaba abotonando la camisa, acababa de guardar la leche en la nevera al lado de los cartuchos azules de hielo y había enfundado el transmisor cuando Fausto abrió de par en par la puerta de la calle gritando:

  – ¡TAI, Western con Romaine! ¿Has terminado?

  – ¡Voy! -gritó ella, y recogió el Sam Browne y la linterna abrochándose la camisa todavía; puso la leche y los cartuchos en la bolsa de viaje impermeabilizada y emprendió la carrera hacia la puerta con tal precipitación que casi tropieza con una silla en la oscura oficina mientras se ceñía el Sam Browne a la cintura de avispa.

  Había pocas cosas más urgentes que un «tiroteo con agente implicado» y Fausto aceleró el motor tan pronto como su compañera entró en el coche; apenas había cerrado la portezuela cuando el vehículo se despegaba ya del bordillo a todo gas. Ella, crispada y sudorosa, casi se cae del asiento cuando Fausto tomó una curva derrapando; se agarró al cinturón de seguridad y… ¡Ay, Dios!

  Nada más llegar, el nuevo jefe se había propuesto reducir el número de accidentes de tráfico entre los agentes, que se lanzaban a la carrera saltándose semáforos en rojo y señales de stop, sin luces ni sirena, cuando respondían a llamadas que no alcanzaban el código 3- A partir de entonces, los avisos que antes sólo habrían merecido el código 2 adquirieron categoría de código 3- Como consecuencia de ello, en adelante, se oían sirenas a todas horas en la ciudad de Los Ángeles. Los policías de la calle sospechaban que el continuo ulular recordaba al jefe su época de comisario en la policía de Nueva York. A los polis no les importaba nada, al contrario, molaba ir conduciendo en código 3 todo el tiempo.

  Como la llamada no era para ellos, Fausto no podía conducir en código 3, pero ni el foráneo del este que dirigía el departamento ni Jesucristo resucitado impedirían que los polis de calle del cuerpo de Los Ángeles acudieran a la carrera a una llamada TAI. Fausto aminoró en un cruce y después salió rugiendo, con semáforo en rojo o sin él, obligando al tráfico a frenar y ceder el paso al blanco y negro. Pero cuando llegaron a Western con Romaine, se les habían adelantado cinco unidades y todos los agentes estaban fuera de los coches apuntando con escopetas o nueves al único coche del aparcamiento, donde se veía a una persona agachada en el asiento delantero.

  Fausto cogió la escopeta y se acercó hasta el vehículo más cercano al lugar de la acción que, según comprobó, era el de los surfistas Flotsam y Jetsam. Miró atrás buscando a Budgie, que lo seguía, y se preguntó por qué no habría sacado el arma.

  – ¿Y la pistola? -le preguntó- ¡Por favor, no me digas que te la has dejado con la leche! -añadió.

  – No, la leche la tengo -dijo Budgie.

  – Entonces, apunta con el dedo -le dijo, y se quedó pasmado al ver que le clavaba una mirada asesina…, pero ¡lo hacía!

  – Tengo una Smith de dos pulgadas -le dijo después de una pausa-, ¿la quieres?

  – Los revólveres de dos pulgadas no sirven para una mierda -replicó ella, apuntando todavía con el dedo-. Prefiero esto.

  Fausto estuvo a punto de soltar una carcajada como hacía tiempo que no soltaba. La chica tenía huevos y era rápida, había que reconocerlo. En ese momento, la portezuela del coche se abrió y salieron dos adolescentes latinos, chicos los dos, con las manos en alto, que rápidamente fueron tumbados boca abajo en el suelo y esposados.

  La centralita transmitió el código 4 indicando que ya había refuerzos suficientes en la zona. Y para evitar que de todos modos siguieran acudiendo policías entusiastas, añadió: «No hay agentes involucrados».

  Fausto vio a uno de los surfistas, Flotsam, que se dirigía hacia donde estaba él, y pensó que, en sus tiempos de policía joven, el pelo aclarado no se habría consentido bajo ningún co
ncepto. ¿Y qué decir de Jetsam, su compañero, que caminaba a su lado dándose importancia con el pelo rubio oscuro empapado de gel y todo de punta, puntas de cinco centímetros? ¿Qué mierda era ésa? Era hora de retirarse, pensó de nuevo. Hora de colgar la placa.

  – El guardia de seguridad de ese edificio grande se mosqueó con unos chavales al verlos levantar un coche con un gato para robar las llantas. El muy gilipollas pegó un tiro al aire para asustarlos y los chicos se metieron en el coche; tenían miedo de salir.

  – Disparos al aire -gruñó Fausto-. Este tipo ha visto demasiadas películas de vaqueros. A esos gorilas de puerta no tendrían que permitirles más que una honda y un saco de piedras.

  – ¡No te pierdas el buga que se estaban currando! -terció Jetsam uniéndose a su compañero-. Un Chevrolet de 1939, de color cereza, totalmente recuperado. ¡Una preciosidad, colega!

  – ¿Ah, sí? -se interesó Fausto-. Yo tenía uno del treinta y nueve al final de la secundaria. -Se dirigió a Budgie-. Vamos a verlo un momento. -Entonces se acordó de la pistolera vacía y pensó que más les valía marcharse de allí antes de que alguien se diera cuenta-. Me acabo de acordar de una cosa -dijo a Flotsam y Jetsam-. Tenemos que irnos.

  Cuando Flotsam pisó el acelerador, Budgie rebotó hacia atrás en el asiento. Miró a su compañero con cara de culpabilidad y éste le dijo:

  – Por favor, no me digas que también te has dejado la llave.

  – Mierda -dijo ella-, ¿No tienes tu llave universal?

  – ¿Dónele has dejado la llave?

  – En la mesita del váter.

  – ¿Y dónde has dejado la puñetera pistola, si se puede saber?

  – En el suelo del váter, al lado de las llaves.

  – ¿Y si te digo que mi llave universal está en la taquilla con todas las demás llaves, donde las dejo siempre, porque me imaginaba que no tendría que preocuparme de nada yendo con una compañera joven y entusiasta? -le dijo.

  – Tú no dejarías las llaves en la taquilla -dijo Budgie sin mirarlo-. Tú no. Tú no te fías de una compañera joven, ni de una vieja ni de tu propio perro.

  La miró y detectó un leve rictus de sonrisa en la comisura de sus labios. Pensándolo bien, esa tía tenía huevos, sí. Y pico. Naturalmente, había acertado, él no dejaría las llaves jamás en ninguna parte.

  Fausto siguió conduciendo hacia las dependencias sin dejar de menear la cabeza. Luego gruñó, más para sí mismo que para ella.

  – ¡Jodidos surfistas! ¿Te has fijado en ese pelo lleno de gel? En mis tiempos, de eso nada.

  – No es gel -dijo Budgie-. Se les queda el pelo tieso y pegajoso de la cantidad de maitais que les tiran por la cabeza en los chiringuitos de la playa que frecuentan. Siempre andan husmeando por ahí como perritos falderos, y siempre les dan calabazas. Y, por favor, no me digas que eso no pasaría si no hubiera tantas mujeres policía, como en tus tiempos.

  Fausto se limitó a soltar un gruñido y continuaron un rato sin hablar, fingiendo que vigilaban la calle, a medida que la luna se levantaba sobre Hollywood.

  – ¿No le irás con el cuento al Oráculo, verdad? -dijo Budgie rompiendo el silencio-. Ni a los chicos, por hacer cachondeo, ¿verdad?

  – Sí -dijo él, con la mirada fija en la calle-, yo siempre lo largo todo sobre mis compañeros, por puro cachondeo.

  – ¿El cuarto de baño de ese sitio tiene ventana? -preguntó ella-. No me fijé.

  – No creo -dijo él-, pero he estado ahí muy pocas veces. ¿Por qué?

  – Bueno, si me he equivocado contigo y resulta que no tienes la llave, pero hay una ventana, podrías ayudarme a subir a la ventana, la abriría y entraría.

  – ¡Ah, claro! -replicó Fausto cargado de sarcasmo-. ¿Y por qué no me pides que me encarame yo porque tú eres mamá y estás dando el pecho y no puedes arriesgarte a hacerte daño?

  – No -dijo ella-, tú no podrías pasar por la ventana con ese culo gordo que tienes, pero yo sí, si me aúpas. Ventajas de ser una cigüeña.

  – Tengo las llaves.

  – Me lo figuraba. -Por primera vez, Budgie vio un amago de sonrisa en su compañero-. Algo hemos salido ganando. Al menos, la leche la tenemos -añadió.

  Aproximadamente al mismo tiempo que Fausto Gamboa y Budgie Polk recogían el equipo de ella de las dependencias policiales de Cherokee, Farley Ramsdale y Olive Oyl estaban en casa, en el chalet de Farley, sentados en el suelo, habiéndose fumado el poco crystal que les quedaba. Esparcidas alrededor se encontraban las cartas que habían pescado en siete buzones esa misma noche de intenso trabajo.

  Olive se había puesto las gafas que Farley le había robado en la farmacia y leía farragosamente cartas comerciales, solicitudes de trabajo, avisos de impagos, recibos separados de facturas pagadas y demás correspondencia. Cuando encontraba algo que podía serles útil, se lo pasaba a Farley, que ahora estaba de mejor humor seleccionando unos cheques que seguramente podrían canjear, al tiempo que mordisqueaba una galleta salada, porque era hora de echarse algo al estómago.

  El crystal empezaba a afectarle mucho, pensó Olive. Parpadeaba con mucha frecuencia y se sofocaba. Le preocupaba cuando el pulso se le disparaba a 150 y más, pero si le decía algo, seguro que le montaba una bronca, por eso no le decía nada.

  – Esto da mucho curro, Farley -le dijo cuando empezó a notar cansancio en los ojos-. A veces me digo que por qué no nos hacemos nosotros la meta. Hace diez años, salía con un tipo que tenía su propio laboratorio, y siempre había suficiente sin tener que currárnoslo tanto. Hasta que un día los productos químicos explotaron y se quemó en serio.

  – Hace diez años se podía comprar en la farmacia toda la puta efedrina que quisieras -dijo Farley-. Ahora, el cajero te manda a un mostrador donde te piden la papela sólo porque quieres comprar unas cajas de Sudafed. La vida ya no es fácil. Pero tú tienes suerte, Olive, a ti te ha tocado vivir en mi casa. Si estuvieras en un hotelucho de mala muerte, este trabajo sería mucho más peligroso. Por ejemplo, si dieras un nombre falso para alquilar la habitación o la pagaras con una tarjeta mangada, como hacías siempre antes, perderías la protección contra el registro y requisa. Según la ley, si haces eso no tienes derecho a la intimidad, así que la pasma podría abrirte la puerta de una patada sin orden de registro. Pero tienes suerte, vives en mi casa y, para entrar aquí, necesitan una orden de registro.

  – Tengo una suerte del copón -asintió Olive-. Cuánto sabes de la ley y todo eso. -Le sonrió y Farley pensó: «Joder, qué dientes!».

  A Olive le gustaba estar en casa con Farley como en ese momento, trabajando delante del televisor. Le gustaba de verdad cuando Farley no se volvía paranoico con la anfeta pensando que el FBI y la CIA estaban bajando por la chimenea. Dos veces había alucinado de una manera que la había asustado de verdad. Después de eso, hablaron mucho de cuánto y cuándo fumar. Pero últimamente le parecía que Farley se saltaba sus propias reglas cuando ella no lo veía. Pensaba que se metía mucho más hielo que ella.

  – Tenemos unos cuantos números de tarjeta de crédito -dijo él-, mogollón de la SS y de permisos de conducir, y mogollón de cheques. Cuando llevemos este material a Sam, seguro que podemos cambiarlo por una buena cantidad de crystal.

  – ¿Y efectivo, Farley?

  – Diez dólares en una postal dirigida a «mi querido nieto». ¡Hay que ser gilipollas y agarrado para mandar diez dólares a un nieto! ¿Qué ha pasado con los putos valores de la familia?

  – ¿Sólo eso?

  – Otra postal de cumpleaños «para Linda, de tío Pete». Veinte dólares. -Miró a Olive y añadió: – Seguro que tío Pete es pederasta y Linda es su vecinita de diez años. Hollywood está lleno de venaos. Un día de éstos me largo de aquí.

  – Voy a echar un vistazo a la pasta -dijo Olive.

  – Sí, no la cocines más de la cuenta -dijo Farley pensando que la galleta salada le estaba revolviendo el estómago. Quizá tuviera que probar con sopa de verduras, si quedaba alguna lata.

  El dinero estaba en un balde que Farley había sacado al porche cerrado de atrás. Había puesto dieciocho billetes
de cinco dólares a remojo en antigrasas y ya estaban prácticamente descoloridos del todo. Con una cuchara de palo, los tocó un poco o les dio la vuelta para ver el otro lado. Esperaba que todo funcionase mejor que la otra vez que habían intentado pagar con billetes falsos.

  En aquella ocasión, Olive estuvo a punto de ser arrestada y todavía le asustaba pensar siquiera en aquel día, hacía dos meses, cuando Farley le dijo que comprara determinado papel bond verde claro en Office Depot. Luego se lo llevaron a Sam, el tipo que les alquilaba el coche de vez en cuando, y Sam estuvo dos días cortando el papel e imprimiendo billetes de veinte dólares en su carísima impresora láser. Cuando Sam se dio por satisfecho, dijo a Olive que rociara el montón de billetes falsos de veinte dólares con almidón de la ropa y los dejara secar completamente. Así lo hizo, y cuando Farley y ella fueron a ver los billetes, les parecieron perfectos. Entonces ya era casi de noche y él dijo que era hora de marcharse.

  Evitaron los establecimientos pequeños de cadenas de supermercados porque pasaban un bolígrafo a los billetes grandes. Farley no estaba seguro de que también lo hicieran con los de veinte, pero no quería arriesgarse. Una cajera de uno de esos establecimientos le había contado que si el bolígrafo dejaba un rastro marrón o negro o no dejaba rastro, el billete era malo. O algo así. De modo que, aquel día, hacía dos meses, fueron a probar el dinero falso a los almacenes Target.

  A las puertas de los almacenes había un tipo joven, atlètico y guapetón con un corte de pelo a lo Joe Guarro repartiendo folletos del orgullo gay sobre un desfile que se organizaría el siguiente fin de semana. El tipo llevaba una camiseta amarilla ceñida, con letras moradas en el delantero que decían «Queer Pervert».

  Ofreció un folleto a Farley, el cual señaló con el dedo las palabras de la camiseta y dijo:

  – Eso es una redundancia.